Fantasía
Ten cuidado con lo que deseas… Puede hacerse realidad.
por Carlos Serdna
Capítulo I
Cada mañana, durante los últimos cinco años, Milagros se despertaba con una sola idea en su cabeza. Ya no deseaba solamente tener mucho dinero, sino que, además, por alguna razón que ni ella misma lograba entender, sentía la imperiosa necesidad de poder comprarse todo lo que quisiera; ropa nueva cada semana, zapatos, la comida que le provocara, dulces, perfumes, y cualquier otra cosa que se le antojara en el momento.
Muchas cosas habían pasado desde ese terrible día en que se sintió tan humillada. Sin embargo, aquel preciso instante, cuando vio en los ojos de la gente ese “brillito idiota” de quienes disfrutan de la desgracia ajena, nunca se borró de su memoria. Desde que era niña, ese había sido para ella el momento más esperado. Parecía que todo estaba listo para comenzar una nueva vida; ese mágico momento en que por fin saldría de aquel infierno en el que se le había convertido su casa. Por lo menos, eso era lo que ella esperaba.
Esa tarde, cuando los invitados ya estaban llegando, y las horas pasaban tan lento como las tortugas de patas rojas que alegraban y ensuciaban el patio de su casa, por un momento experimentó un sentimiento extraño, como un frío en el estómago; era como si de alguna manera supiera que algo malo iba a pasar. Aún así siguió con los planes tal como su madre lo había previsto desde hacía más de tres semanas. Veinte años atrás, la noche en que su madre rompió fuente parecía más una película de suspenso que algo que podía pasar en la vida real; las llaves del carro no aparecían, después se quedaron sin gasolina en plena autopista y les tocó caminar casi tres cuadras, hasta que un taxi que pasó por casualidad se detuvo para ayudarlos cuando los vio con dos bolsos y una barriga; casi corriendo, completamente mojados y con cara de angustia debajo de aquella lluvia inesperada y repentina, ya que hacía más de cinco meses no llovía en la ciudad. Para completar, al llegar al hospital tuvieron que esperar, para que pudieran darles ingreso, hasta que el médico de guardia se dignó a aparecer, después de no menos de veinte llamadas que le hicieron desde la recepción unas enfermeras que conversaban, muy tranquilamente, sobre lo corta que estaba la falda de la nueva doctora. Por fin, cuando nació, era demasiado bella, con la nariz perfilada y los ojos verdes como su madre; gracias a Dios, de su padre heredó solamente esa virtud envidiable de encontrar siempre lo bueno en cada situación, aunque eso siempre exasperaba el carácter impaciente y explosivo de mamá. Por eso le pusieron Milagros, ya que, según su papá, aquella interminable cadena de tropiezos e inconvenientes que se resolvieron de manera milagrosa la noche de su nacimiento, eran la prueba irrefutable de que Dios la había bendecido con buena fortuna para toda su vida. Tal vez por eso, ni ella misma se podía imaginar que lo que se suponía debía ser el momento más feliz de su vida se convertiría al final en el recuerdo más vergonzoso y la causa de todo su rencor.
Parecía que todo iba a ser como en un cuento de hadas. El pastel de bodas, cubierto de fresas con crema tan grandes que parecían ser solamente parte de la decoración, medía casi un metro de altura; tenía dos figuritas de cera que representaban la unión eterna de los recién casados; y el grupo de música bailable que su padre contrató amenizó la fiesta y puso a bailar a todo el mundo. Todo había salido perfecto. Hasta que después de las dos de la mañana, y luego de buscarlos por más de veinte minutos por toda la casa, encontró a su infame esposo, precisamente con la amiga que los presentó, encerrados con llave en aquel cuarto donde antes, tantas veces y a escondidas de sus padres, a ella le había hecho el amor.
De aquella “amiga” podía imaginarse algo como eso, ya que su mentalidad era bastante liberal, y parecía tener las ganas alborotadas todo el tiempo. Era una mujer muy atractiva, no muy alta, de cabello castaño más o menos ondulado, con un cuerpo muy sensual y una mirada pícara con la que ya en el pasado había embrujado a varios hombres y a una que otra mujer de mente abierta como ella.
Tenía un magnetismo casi animal al que de verdad no era fácil resistirse. Luis Fernando, por el contrario, había demostrado una conducta tan intachable durante esos dos años de noviazgo, que no terminaba de convencer a la personalidad dominante y desconfiada de su mamá, quien cada vez que veía la oportunidad le recordaba a ella que no se podía confiar en los hombres, como si quisiera transmitir a su hija su propia frustración y su amargura injustificada.
El instante mismo en que ella abrió la boca de asombro, cuando su mamá utilizó la llave de emergencia para abrir la puerta del cuarto, y delante de todos sus invitados vio salir a Luis Fernando con la camisa mal abotonada y a su amiga con una sonrisa de satisfacción y el escote mucho más abajo de lo que las costuras del vestido podían soportar, quedó inmortalizado para siempre en el Facebook de varias personas invitadas esa noche.
Desde ese momento se alejó de todo el mundo, se había jurado no volver a creer en los hombres y también prefirió quedarse sin amigas.
Ni siquiera su padre se salvó de su rabia, la noche en que le gritó en la cara que su sonrisa parecía tan falsa como las tetas recién operadas de su madre, cuando le llevó a su cuarto algo de cenar y la encontró llorando frente a la computadora.
Él no le dijo nada, entendía que su dolor era tan grande que no la dejaba ver con claridad que estaba frente al único hombre que la había amado con locura desde aquella noche lluviosa en que vio por primera vez sus ojitos verdes. Se limpió rápidamente las lágrimas que alcanzaron a escaparse de sus ojos y sonrió con una mirada triste, sin decir otra cosa más que «duerme bien mi princesita», como le solía decir cariñosamente.
Ella no se conmovió, siguió mirando, con una desconcertante indiferencia, los productos en Amazon que pensaba comprar con la tarjeta de crédito de aquel hombre al que le acababa de romper el corazón.
Desde hacía aproximadamente tres o cuatro años atrás había tenido varios pretendientes, algunos de ellos honestamente detestables, otros, por el contrario, parecían tener todos los requisitos que su padre buscaba en un esposo para ella. Aunque apenas tenía veinte siete años, se sentía frustrada porque todas sus primas, incluso la más pequeña que tenía dieciocho años recién cumplidos, ya se habían casado.
Pero no era la felicidad matrimonial lo que la motivaba, sino más bien un deseo casi obsesivo por ser la esposa de un hombre adinerado y poder darse todos los lujos que quisiera sin tener que esforzarse en nada más que siendo complaciente en la cama. La ternura e inocencia con la que se entregó las primeras veces al amor le parecían ahora una cursilería barata y una gran estupidez. A diferencia de otros tiempos, ahora solo veía el sexo como el precio a pagar para conseguir algún capricho, o una necesidad del cuerpo que por lo menos una vez al mes satisfacía con alguien que conocía en una salida casual.
Eran tantas sus ganas de tener más, tanta su necesidad de comprar banalidades, tanto su deseo de mostrarle a todo el mundo que ya no era esa niña inocente de la que muchos se burlaron y cuya foto con cara de tonta aún daba vueltas en algunos sitios de internet, que no se dio cuenta en qué momento su padre había cambiado tanto.
Ya no era ese hombre alegre, y de sonrisa esplendida, que antes solía iluminar la casa con sus chistes o comentarios infantiles y optimistas; tampoco tenía ese brillo en la mirada que tuvo desde la noche milagrosa en la que ella nació a pesar de tantos contratiempos y que ahora más bien parecía querer transmitir, sin palabras, la tristeza y la vergüenza de sentirse fracasado como padre y como esposo.
Ese día, cuando lo encontraron tirado en el piso del baño, después de desmayarse por la mala alimentación y el cansancio natural por tantas noches en vela trabajando en su estudio que parecía sistemáticamente desordenado, él no sólo se alegró de despertar y ver que era su pequeña Milagros quien lo estaba cuidando sentada en la cama a su lado, sino que por un momento volvió a sonreír con esa misma sonrisa esplendida con la que antes le alegraba las mañanas al llevarle su café con leche. Fue solo en ese momento cuando ella se dio cuenta de que el tiempo había pasado y que en unos meses cumpliría cuarenta y tres.
Realmente su amargura era entendible. A pesar de que siempre fue la niña consentida de sus padres, su mamá todo el tiempo estaba ocupada en sus propias necesidades como ir al gimnasio o satisfacer sus gustos, los cuales según ella misma decía eran su manera de ser feliz y sentirse amada. Trataba a Milagros con dureza emocional, pero procuraba complacerle cada uno de sus caprichos, ya que decía que no quería que su hija heredara el conformismo pusilánime de su padre.
Su papá, por otra parte, la trataba con tanta ternura que muchas veces la empalagaba con sus besos y abrazos que ella realmente nunca supo valorar.
Esos días, en que su padre necesitó de sus cuidados, fueron para ella como una cachetada que el destino le estaba dando para recordarle lo mala hija que había sido con aquel hombre que ya pisaba los setenta y la seguía tratando con las mismas atenciones con las que hacía más de treinta años la cuidó cuando enfermó de paperas.
Un día, en que estaba revisando las cajas donde su madre había guardado las pocas cosas que quedaron de la boda, Milagros lloró todo lo que no había llorado en esos años al encontrar una bolsita pequeña de tela, ya descolorida y empolvada por el paso del tiempo, donde había un anillo que ella no recordaba haber guardado. No era el anillo de matrimonio, ya que ése lo había vendido hacía diez años para no tener el tormento de verlo en el joyero cada vez que se arreglaba para salir a satisfacer sus necesidades una vez al mes, éste, por el contrario, era un anillo muy barato hecho de un extraño material que se oxidaba fácilmente, pero que volvía a brillar cuando ella lo limpiaba con pasta dental.
Había sido un regalo muy humilde de un novio que tuvo durante varios años, antes de deslumbrarse con el carro y el dinero de la familia de Luis Fernando. En ese momento, mientras miraba el anillo en su mano, entendió todo el tiempo que había perdido buscando la felicidad en las cosas lujosas y el dinero que ahora le sobraba, pero que a la vez la condenaba a sentirse cada día más sola y fracasada como mujer.
En la misma bolsita de tela en donde estaba el anillo oxidado también había una carta, estaba firmada por Miguel Alejandro Burgués De La Colina, lo cual parecía una burla del destino porque el único bien material que tenía era una vieja bicicleta que lo llevaba a todas partes, con su guitarra amarrada a la espalda.
Miguel era un soñador sin mucho futuro, tenía la loca fantasía de llegar a ser famoso con sus canciones que parecían ser escritas con la única e ilusa intención de querer cambiar al mundo.
Todos los días, durante casi cinco años, acompañó a Milagros a donde ella tuviera que ir. La llevaba en la vieja bicicleta, lo cual al principio a ella le parecía divertido, pero con el paso del tiempo fue convirtiéndose más bien en un gesto vergonzoso que su amada trataba de evitar, sin herir sus sentimientos. Ella, por su parte, intentaba contagiarle sus ideas progresistas y sus sueños de tener riquezas y viajar juntos por el mundo.
Pero él tenía otros ideales, otra manera de ver la vida como si sufriera del síndrome de Peter Pan. Parecía vivir en un mundo de ilusiones en el que alcanzaba la fama y era amado y respetado por todos, pero jamás hacía nada en concreto para lograr que esos sueños se hicieran realidad. Estaba muy ocupado soñando despierto, tanto, que no se dio cuenta que los años le pasaron por encima y ya no era aquel adolescente al que todos buscaban para que cantara en las fiestas, a las cuales era invitado solo con la condición de que llevara su guitarra.
Como buen bohemio, Miguel sentía un profundo desprecio por todo lo que tuviera que ver con la banalidad; por eso detestaba su apellido Burgués y siempre se presentaba así mismo ante la gente solamente con su segundo apellido el cual, para su desgracia, también parecía elegante.
A pesar de ser un hombre con muchas cualidades y sentimientos altruistas las cosas casi nunca le salían bien. No era por falta de talento. Se trataba más bien de una lucha interna e inconsciente entre el “yo puedo y el no soy tan bueno para eso” que no le permitía atreverse a dar un paso más, ese salto al vacío que, definitivamente, lo llevaría a un nivel superior.
Milagros no había vuelto a saber de él en mucho tiempo. Lo último que supo era que estaba gordo, y que trabajaba como ayudante, cargando bultos, en un almacén de comida para animales; eso fue varios años después del divorcio, un día en que por casualidad se encontró en la calle con “la estúpida ninfómana” que le hizo el favor de dañar su matrimonio el mismo día de la boda, como solía referirse con evidente resentimiento a Ana, y ella se lo contó.
Ana María realmente no era mala, o por lo menos no con el grado de maldad necesario para planificar, maquiavélicamente, destruirle la vida a su, hasta entonces, mejor amiga. Sus compañeras de la universidad le decían “La Vampiresa”, tal vez para bromear con su aspecto de mujer seductora y sus ganas constantes de sentirse deseada por todos.
Se conocían desde mucho antes de la época en que la que a Milagros la llevaban a todas partes en bicicleta. Todos sabían que Ana María tenía un gusto un poquito exagerado por el sexo, de hecho, realmente pensaban que podía ser ninfómana y que escapaba de sus manos la posibilidad de ser menos lujuriosa. Ella siempre les contaba, en sus conversaciones llenas de doble sentido, sobre las experiencias que había tenido con hombres casados e incluso con otras mujeres explorando curiosamente los límites de su sexualidad.
Ana decía, orgullosamente, que una de las pocas cosas que le faltaba por probar en la vida era hacerlo con el esposo de una amiga; además, le entusiasmaba la idea de que esa amiga se animara a probar cosas nuevas y participara gustosamente de su fantasía, lo cual Milagros siempre tomó como parte de los comentarios calientes que “La Vampiresa” solía hacer con el humor negro que la caracterizaba.
Esa fue una de las razones por las cuales Milagros decidió perdonarla, aunque fuera de la boca para afuera, ya que se conocían desde que eran niñas; y aunque nunca más volvió a confiar en ella, de vez en cuando se encontraban casualmente y conversaban, sin tocar nunca el tema de lo que pasó el día de la boda.
La verdad es que Ana había hecho hasta lo imposible para que Milagros la perdonara, inclusive les pagó a varias personas para que borraran las fotos de la boda Milagros de sus páginas de Facebook, pero ya el mal estaba hecho y muchas de esas fotos que le recordaban la traición aún seguían rodando en Internet.
Un día, cuando Milagros se preparaba como todos los días para salir a abrir el salón de belleza, tuvo la sensación de que su vida estaba estancada en un interminable círculo vicioso en el que solo había espacio para el trabajo y la soledad. Se sintió deprimida, recordó por un momento aquellos días en que nunca estaba sola, en que paseaba en bicicleta y su mayor preocupación era el qué dirán.
Nada de eso ya le importaba, hacía mucho tiempo que su imagen de niña buena había quedado en el pasado y por instantes dio muestras de empatía al imaginar lo vacía que debía sentirse Ana cada mañana. Entonces se acordó de la ocasión en que Ana María la invitó a tomar unos tragos en su casa y después de un par de horas, la intentó convencer con sus encantos para que se metiera con ella en el jacuzzi. En ese momento, solo por un pequeño instante, lamentó haber dicho que no.
Ese día no quiso ir a trabajar, la depresión no la dejó. Tampoco fue al día siguiente, ni el otro; así pasaron varios días en los que se dedicó a compadecerse de ella misma y de lo miserable que era su vida.
Una noche, después de varios días de lágrimas y largas horas encerrada en su cuarto recordando el pasado, quizás por primera vez pensando en su futuro, Milagros tomó una decisión que definitivamente cambiaría su vida para siempre.
Capítulo II
Milagros acababa de cumplir cuarenta y tres años, pero cada día se sentía más sola. Realmente, a excepción de sus padres, a los cuales nunca había valorado de verdad, todo el mundo la trataba por interés o conveniencia.
No era una mujer muy agraciada; pese a sus hermosos ojos verdes y nariz perfilada, se había descuidado mucho físicamente por estar concentrada en hacer dinero y darse lujos, los cuales no tenía con quien compartir. Sus senos ya no tenían la firmeza, ni la voluptuosidad, de aquellos tiempos en que poseía tantos admiradores.
Había dejado de ir al gimnasio, por eso había vuelto a engordar, y esas piernas que antes hacían voltear a cualquiera en la calle, y que ella en un tiempo exhibía con tanto orgullo, ahora tenían, por detrás, unas ligeras pero evidentes marcas verdes, moradas y azules que más parecían las rutas de un GPS que un problema circulatorio.
Veinte años atrás, Milagros soñaba con ser una mujer exitosa y tener mucho dinero cuando fuera mayor. Quería ser modelo o actriz. Fantaseaba con salir en televisión y ser famosa; quería salir en las portadas de las revistas y viajar por todo el mundo. Pero también soñaba con tener una familia, ya que desde pequeña decía que cuando creciera iba a encontrar un hombre bueno, inteligente y amoroso como su papá.
Pero el tiempo se le pasó volando. Ya no tenía veintitrés, había vivido muchas cosas y viajado muchas veces, pero solo por motivos de trabajo.
No tenía ese hogar bonito con el que tanto soñó. Su amiga ninfómana y un imbécil disfrazado de caballero, con el que pensó haber encontrado la felicidad, le habían enseñado que la vida no es color de rosa y que no se puede confiar en casi nadie.
Se dio cuenta entonces de que había cometido muchos errores, y que de alguna manera tenía que enmendarlos y enderezar su camino.
Así que pensó que ya era hora de tener un hijo; alguien a quien pudiera dar cariño y con quien pudiera compartir sus días y sus noches.
Estaba decidida a adoptar a una niña.
Pensó en adoptar porque ya no creía en los hombres. Las pasadas malas experiencias, y los comentarios viperinos de su madre, se habían encargado de que Milagros no creyera en cuentos de hadas con príncipes y finales felices.
Quería una niña, en vez de un varón, porque decía que no iba a criar un sin vergüenza que probablemente, con los años, la dejaría sola y se fuera con todos sus ahorros.
Su afán de adoptar se convirtió casi en una obsesión. Era como su tabla de salvación; como si esa fuera su última oportunidad de ser feliz y darle un sentido a su vida.
Nuevamente, después de muchos años, albergó la esperanza en su corazón de tener, por fin, una vida feliz.
Sus padres la apoyaron. Aunque ella era una mujer totalmente independiente, que no necesitaba ni el dinero ni la aprobación de nadie, agradeció a Dios el poder contar con ellos en esta nueva aventura de la adopción.
Lo primero que debía hacer —pensaba ella—, era averiguar los requisitos que la ley exigía para ser madre adoptiva.
Uno de sus antiguos amantes, al cual tenía más de dos años que no veía, era abogado. Milagros se armó de valor y lo llamó; pero esta vez no buscaba calmar las ganas que esporádicamente tenía de sentirse deseada.
Lo que aquel hombre le dijo, lejos de alegrarla, le bajó nuevamente la moral, hasta el punto de volver a llamar a Ana María para aceptarle esos tragos, tentadoramente peligrosos, que le despreció un par de años atrás.
Ana María no se mostró para nada interesada, a pesar de que Milagros la llamó varias veces ella no le contestaba las llamadas. Ni siquiera el mensaje con doble sentido, en el que Milagros le preguntó si el Jacuzzi aun funcionaba bien, surtió efecto. Entonces nuevamente se sintió sola, pero esta vez fue peor, ahora se sentía humillada y rechazada. Tocó fondo.
Milagros tenía varios negocios los cuales había descuidado mucho en esos días. Tenía el salón de belleza, una tienda de ropa para damas, un pequeño restaurante y una heladería. Su madre supervisaba el salón de belleza y la heladería; su padre se encargaba de atender el restaurante, el cual se llamaba “Restaurant Don Anselmo”, en honor a él.
La tienda de ropa para damas se manejaba completamente por Internet, era una tienda virtual, y representaba, junto con el salón de belleza, su principal fuente de ingresos.
Una noche tuvo un sueño. Soñó que estaba en una casa muy grande, con paredes de vidrio. Afuera no se veía nada, pero había una luz muy radiante y un cielo de color azul muy claro; era hermoso.
Parecía estar en una casa sobre las nubes o algo parecido. Ella caminaba por la casa mirando de cuarto en cuarto, de repente entró a un salón donde solamente había dos leones enormes que parecían dormidos. De repente, apareció un ángel cómo de dos metros, con unos ojos grandes color miel y una agradable sonrisa que le recordó a la de su padre, él le extendió la mano como pidiéndole algo y ella también le extendió la suya. Ninguno de los dos dijo una palabra, pero Milagros, en el sueño, sabía que tenía que darle lo que le pedía. Entonces metió la mano en su bolsillo y sacó un hermoso anillo de oro. Se lo dio al ángel y él la abrazo con un amor que ella jamás había experimentado.
Ella metió la mano en su otro bolsillo—como buscando darle algo más —pero no encontró nada. Sintió mucha angustia. El ángel, que muy pacientemente la seguía mirando con sus expresivos ojos, señaló su pecho. Ella se tocó y sintió un hueco, se miró el pecho y no vio salir sangre, sino un haz de luz blanca que brillaba tan fuerte que la cegó por un instante. Después metió la mano y sintió su propio corazón latiendo; el ángel la miraba feliz. Ella se sacó el corazón, para entregárselo, y cayó contra el piso. En ese momento despertó sobresaltada por la caída y adolorida por el golpe que, contra el piso, se había dado en la cabeza.
Milagros no entendió lo que el sueño significaba, pero a partir de ese día cobró un nuevo aliento y su motivación volvió con mucha más fuerza que antes.
Decidió no darse por vencida y comenzó a buscar, por internet, información sobre la adopción, para poder hacer realidad su sueño de ser madre. Esa tarde se acercó a su padre y le pidió que desocupara el cuarto de visitas, porque no estaba muy lejos el día en que ella, por fin, lo haría abuelo.
Milagros estaba decidida, a toda costa, a tener su hija, pero su edad ya no la favorecía para la adopción; mucho menos para pensar en ser madre biológica. El amor para ella era una gran mentira; una que había mantenido a sus padres atrapados en una vida infeliz para satisfacer a una sociedad, a la que realmente ellos nada le importaban.
Una noche, mientras revisaba, una y otra vez, sus correos electrónicos con la esperanza de que alguien se acordara de ella, Milagros vio, en el Instagram de una revista digital, la historia de una familia que había adoptado un hijo.
El artículo narraba los hechos con impresionante exactitud, era tan descriptivo que le recordó a una novela de García Márquez que su padre siempre le leía cuando ella era pequeña, en la cual todos los protagonistas se llamaban igual.
Pero lejos de disfrutar la lectura, sus dudas comenzaron nuevamente; ya que en el caso que narraba el escritor de la nota de prensa, el niño al crecer asesinaba a sus padres adoptivos; supuestamente por un desorden mental de nacimiento sumado a algo que llamaban el “Efecto Estocolmo”.
Otra vez la depresión se apoderó de ella. Pero ahora de una manera diferente. Parecía un robot autómata carente completamente de emociones, realmente todo le daba igual.
Ni siquiera quiso poner la denuncia cundo su madre le informó que había descubierto a una de las empleadas del salón de belleza sustrayendo dinero de la caja chica. —Mamá, has lo que se te de la puta gana, a mí déjame en paz— le respondió, sin ni siquiera mirarla a la cara.
Don Anselmo no soportaba verla así. Todas las mañanas la despertaba temprano con un cafecito caliente y el desayuno para tratar de animarla, pero todo era inútil. El viejo poco a poco también se deprimía porque no encontraba la manera de ayudarla. Eso le ocasionó inapetencia e insomnio por el estrés y las preocupaciones; lo cual a su vez terminó por activarle una gastritis severa que años atrás había desaparecido con medicina natural.
Pasó varios días en cama, pues el dolor a veces era tan fuerte que se doblaba en posición fetal para tratar de encontrar el alivio que ahora el jugo de sábila no lograba calmar. En esos días no se abrió el restaurante.
Milagros parecía indiferente a las dolencias de su padre; estaba demasiado ocupada autocompadeciéndose como para entender que ella misma era la causa principal de las angustias del viejo.
En un nuevo intento por reanimarla, su papá habló con un amigo que tenía una hija que era abogado y especialista en adopciones.
A pesar de su corta edad, Angélica Díaz era toda una eminencia en esos temas. Su belleza y juventud le daban un aire de presentadora o actriz de televisión que la hacían una mujer muy interesante. Pero a la vez, irradiaba una paz y una espiritualidad tan sublimes que provocaban una limerencia incontrolable. Don Anselmo invitó a cenar en la casa a su viejo amigo Don Antonio y a su hija; con la intención de que Milagros y ella se conocieran y de esa manera poder ayudarla con sus planes de adopción.
Después de conocerse, se hicieron buenas amigas. Milagros no estaba acostumbrada a rodearse de gente sincera, así que le costó mucho poder darle su confianza y abrir, con Angélica, su corazón. Ella, por su parte, hacía todo lo posible por ayudarla con los aspectos legales, pero a la vez trataba de llenarla de fe hablándole de Dios.
Milagros la escuchaba, pero le costaba creer en sus palabras; para ella el amor era todo lo contrario a lo que Angélica le contaba que decía en la Biblia.
Durante varios meses se reunieron en la oficina del salón de belleza o en un café y conversaban sobre las opciones que Milagros tenía para optar a ser madre adoptiva, pero cada día parecía más difícil. Las leyes eran muy estrictas sobre la adopción en caso de ser madre soltera; y milagros ni siquiera contemplaba la posibilidad de volverse a casar.
Una tarde de junio Angélica le dijo que su solicitud, definitivamente, había sido rechazada. Milagros desistió de la idea de adoptar; y se alejó totalmente de la única amiga sincera que había tenido en su vida.
Capítulo III
Milagros estaba destrozada emocionalmente; se refugiaba en sus negocios y cada día se mostraba más distante con sus padres. A su mamá parecía no afectarle mucho; desde pequeña había tenido con su madre muy mala relación.
Mientras la dejara manejar las cuentas y dirigir los negocios a su antojo, su madre estaba contenta. Los momentos en los que más compartían eran las dos o tres horas semanales en las que se reunían en la oficina para discutir por los gastos suntuosos e innecesarios que su madre realizaba sin su permiso.
Después de varias agotadoras discusiones que llevaron meses, Milagros decidió despedir a su madre y contratar a otra administradora. Ella jamás se lo perdonó.
Las cosas por esos días estaban muy tensas en la casa. Su papá con sus constantes achaques, su madre no perdía oportunidad para amargarle la vida sacándole en cara, a toda hora, el amor y sacrificio con los que, según ella, la había cuidado toda la vida.
Por eso decidió mudarse a otra parte. En las afueras de la ciudad había un edificio que a ella siempre la había llamado la atención por su aspecto moderno, pero al mismo tiempo colonial. Quedaba muy cerca del salón de belleza, así que comenzó a explorar la posibilidad de comprar ahí un apartamento. Una vez terminados los trámites de la compra, Milagros se mudó.
Para su padre fue un golpe muy duro. Su madre, por el contrario, parecía sentirse feliz de quedarse con la casa, y a su vez, con la camioneta que Milagros había comprado para que ellos pudieran movilizarse a cualquier parte donde tuvieran que ir.
Un día, habiendo pasado tres meses desde que se fue a vivir sola, llegaron unos nuevos vecinos que alquilaron el apartamento de arriba de ella.
Aunque Milagros se enteró de la mudanza por el camión y el ruido que hacían al subir muebles y aparatos, no les dio mucha importancia. De no ser por los llantos de un bebé y la música a todo volumen habrían pasado desapercibidos.
Pero un sábado en la mañana, después de una noche de tormento y sin poder dormir, por los lloriqueos infantiles en el piso de arriba, Milagros subió a reclamar porque su nuevo vecino tuvo la osadía de clavar algo en la pared a las 10 de la mañana.
Entonces, al tocar la puerta varias veces con ganas de pelea, Milagros quedó paralizada de la impresión cuando reconoció, en el rostro de su molesto vecino, unos ojos que hacía mucho tiempo no había visto. Era Miguel; aquel muchacho que en su juventud la llevaba a todas partes en su vieja bicicleta.
De no ser por unos cuantos kilos de más y una calva pronunciada donde antes había una larga cabellera, que le daba un aspecto de hombre rebelde, casi no había cambiado nada. Su mirada seguía siendo la misma, aunque transmitía un sufrimiento que ella, en esos ojos, nunca había visto.
Después de saludarse, y salir un poco del asombro, él la invitó a pasar a tomar un café. Ella aceptó, y sonrió al ver colgada de la pared la guitarra que tantas veces la hizo soñar, cuando todavía creía en el amor.
Miguel le contó que se estaba divorciando. Había encontrado a su esposa en la cama con el esposo de una vecina, un día en que salió más temprano del trabajo que de costumbre.
Tenían un bebé de año y medio, y él se había quedado con el niño; ya que la madre, que era una mujer caprichosa y egoísta, nunca quiso amamantarlo para que sus senos no perdieran rigidez.
Miguel había sufrido mucho en la vida. Había tenido dos fracasos matrimoniales que lo habían hecho perder la ingenuidad de su juventud, pero aún mantenía esa sonrisa amable que a ella la había enamorado, veintisiete años atrás.
Fueron muchos días de tomar café por las tardes mientras conversaban del pasado y cuidaban del bebé. Poco a poco, y de manera inevitable, un sentimiento nuevamente nació entre los dos.
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ResponderEliminar𝓛𝓪𝓼𝓽𝓲𝓶𝓸𝓼𝓸 𝓮𝓼𝓹𝓮𝓳𝓸 𝓭𝓮 𝓴𝓪𝓼 𝓻𝓮𝓵𝓪𝓬𝓲𝓸𝓷𝓮𝓼 𝓮𝓷𝓽𝓻𝓮 𝓹𝓪𝓭𝓻𝓮𝓼 𝓮 𝓱𝓲𝓳𝓸𝓼 𝓮𝓷 𝓵𝓪 𝓪𝓬𝓽𝓾𝓪𝓵𝓲𝓭𝓪𝓭.
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